El diletante – Una familia muy normal

Una familia muy normal

Resquebrajamiento y desaparición de la familia tradicional burguesa en Schweblin, López y Enríquez

Tomás Villegas

Si se recortan una serie de cuentos argentinos actuales –y aceptamos la
arbitrariedad que todo recorte trae consigo–, tal vez sea posible vislumbrar el
recorrido y el desplazamiento de una problemática que tiene como centro a la
niñez y sus distintos contextos socioeconómicos y culturales. El orden de los
relatos que aquí se propone implicaría dos movimientos (y deterioros)
imbricados: un pasaje del interior al exterior –del confort del hogar a la
hostilidad de la intemperie–, y del resquebrajamiento de la familia tradicional
burguesa a su desaparición.

Los niños y niñas de Pájaros en la boca, el libro de cuentos de Samanta
Schweblin de 2008, tienden a estar protegidos por las seguridades que brindan
las comodidades de un hogar de clase media –mejor dicho de una casa, en su
materialidad física. Ya sea Sara, con su extraña y perturbadora dieta (que
incluye como único menú, literalmente, pájaros vivos), tironeada entre el
desconcierto y la mala comunicación de sus padres divorciados; o la seguridad y
la protección del jardín de infantes, que resguarda a la niñas de la pugna entre
diferentes padres, ansiosos por mostrarlas cual muñecas bien vestidas en la
competencia de exhibición que se libra a la salida de la institución. En “Papá
Noel duerme en casa”, la ingenua mirada de un narrador niño muestra los
pormenores (desautomatizados) de los conflictos familiares –domésticos:
propios del hogar, ya que son percibidos y se desenvuelven, por lo general,
dentro del mismo.

Ajeno a los conceptos de depresión e infidelidad, el niño del cuento, centrado
únicamente en su deseo por obtener como regalo de navidad un autito a control
remoto –deseo gobernado por los otros: los chicos del colegio chocan sus autos
teledirigidos contra los autos “comunes”, como los del narrador–, describe, con
la serenidad propia de la literalidad, el estado de la madre: “no podíamos
contar con mamá desde hacía casi dos meses, y eso también me preocupaba, porque
la que siempre estaba en todo era mamá, y con ella las cosas salían bien, hasta
que dejó de preocuparse, así nomás, de un día para el otro”. La depresión
materna y la irascibilidad y susceptibilidad paternas son consecuencias de una
vida engañosa, producto, también, del desgaste matrimonial: ambos padres tienen
romances paralelos; el padre con Marcela, la vecina –que cumple algunas tareas
de empleada doméstica y asiste, con poca gracia, a la madre; y ésta, a su vez,
con Bruno, a quien ha dejado de ver –suponemos– hace dos meses. Disfrazado de
Papá Noel y borracho, Bruno se presenta horas antes de Navidad y el escándalo se
avecina: golpes de puño del padre propinados a Papá Noel, insultos hacia todas
direcciones, y un encierro final de la madre y Bruno en la habitación
matrimonial. El padre, perplejo al descubrir a su hijo como testigo mudo de la
escena, lo manda, furioso, a dormir a su cuarto. “No tendría mi auto a control
remoto, eso era clarísimo –afirma el narrador– pero Papá Noel dormía en casa esa
noche y eso me aseguraba un año mejor”.

El conflicto intrafamiliar se produce y se contiene en el interior del hogar (o
ya en su límite, si consideramos que el violento encontronazo se inicia en el
umbral de la puerta de entrada); el niño, por más que observe y escuche libre de
connotaciones las imágenes y diálogos que dan cuenta del resquebrajamiento de la
relación amorosa entre los padres, mantiene aún la ilusión de que hay en la vida
lugar para lo fantástico –la felicidad–, resguardado en el interior de su casa,
de su habitación.

Una familia muy normal (2).jpg

La niña anónima de “Las palabras hacen cosas”, cuento de Julián López publicado
por primera vez en abril de 2018, rememora los efectos del lenguaje sobre su
cuerpo y su psique, en una situación y con un personaje determinado (esto es, en
un contexto comunicativo particular, con un usuario de la lengua en concreto).
Los alumnos y alumnas de un primario mencionan a qué se dedican sus padres. Las
profesiones, trabajos y oficios que se van enumerando –sucediendo– connotan una
esfera laboral propia de la cultura popular –cuando no marginal–: padres y
madres empleados en kioscos, enfermeras, policías, cartoneros, desempleados,
changueros, alguno, incluso, preso en Marcos Paz. El turno de Jonás –sus
palabras– enmudece al aula: “Mi mamá trabaja de prostituta y nadie más tiene que
decir nada de eso”. El proceso interior que desata el enunciado de Jonás conecta
a la narradora con la lengua (materna) del padre, quien, cervezas de por medio,
recuerda nostálgicamente su patria –Paraguay, intuimos– en la precariedad de la
casilla (no de la casa) en la que viven: “y él se pone a decir cosas en un
idioma que no entiendo y habla solo y después me dice que tengo un montón de
primos allá (…) y que allá está mi abuela y que un día vamos a viajar y vamos a
conocernos todos y que él se va a traer a su mamá para que viva con nosotros en
la casilla”.

El suburbio, donde imaginamos el hogar del niño de “Papá Noel duerme en casa” –y
locación recurrente de muchos de los personajes de Salinger o Carver, tan caros
a Schweblin– ha dejado lugar a la villa; los conflictos parentales y las
infidelidades, a la ausencia de la madre (que ni siquiera es nombrada por la
niña); y los problemas de comunicación, al desconocimiento de la lengua del
padre (en nuestra lectura, el guaraní). Si en el cuento de Schweblin la
felicidad está, imaginariamente, más allá (en la proyección del año entrante,
en el que Papá Noel sí podrá traerle al chico lo que desea), en López se
traslada al padre –puesto que la niña sólo tiene angustia y palabras en su
interior– y el más allá, como en una reescritura de la literatura y la
historia argentinas de comienzos del siglo pasado– cobra la forma de su tierra
natal –no ya España o Italia, sino Paraguay–: “que él [su padre] la extraña [a
su abuela] y se la quiere traer acá, para que viva con nosotros, y esté sentada
en el pasillo y hable con las vecinas y vea cómo es acá, y cómo se vive, que hay
muy pocas papas y muy poco maíz y muy poco gusto y que después de los pasillos
está el asfalto y están los colectivos”.

“El chico sucio”, cuento de Mariana Enríquez que abre Las cosas que perdimos en
el fuego
, de 2016, narra los conflictos de clase subsumidos en la relación que
la narradora del cuento, una mujer joven de clase media que vive en Constitución
– barrio signado por la heterogeneidad de la cultura popular– tiene con un niño
marginal que duerme en la calle junto a su adolescente y adicta madre, en la
vereda enfrente a su caserón. Atravesada por la culpa de clase, la joven intenta
amoldarse al universo popular y vincularse con el chico sucio. Sin embargo Lala,
su amiga travesti, deja en claro la imposibilidad de la empresa: “–Qué sabrás
vos de lo que pasa en serio por acá, mamita. Vos vivís acá, pero sos de otro
mundo”. Una mañana, misteriosamente, el niño desaparece, y en una acometida
final, la madre le confiesa a la narradora que ha ofrecido su hijo a los “narco
brujos” –a cambio, probablemente, de una dosis.

Si en Schweblin se observaban ya los restos de una familia tradicional,
agrietada por infidelidades y silencios patológicos, y en López la familia
conforma en sí misma una falta, por ausencia (de la madre), por distancia (de
los parientes paternos, en Paraguay), en Enríquez nada queda en pie. Del hogar
suburbano, del resguardo interior de la habitación del niño y su ilusión
navideña, al malestar de la niña de López, que convive en la casilla con el
extraño (el extranjero) en el que por momentos se convierte su padre, con su
idioma ininteligible; y de lo exiguo de la casilla al exterior más inhóspito y
salvaje del chico sucio y su madre, que duermen en una esquina sobre colchones
gastados. Esa exterioridad se da también en la representación de los personajes:
mientras que el niño de Schweblin y la niña de López hablan por sí mismos –son
cuentos en primera persona–, en Enríquez se habla sobre (diría Benveniste) el
chico sucio. Despojado de aquello que lo configura como sujeto –de lenguaje y de
nombre, ya que permanece anónimo–, al niño marginal, que no concurre a la
escuela porque vende estampillas en el subte, nada le queda y, mucho menos, nada
le pertenece. Sin hogar, sin familia, sin nombre. Los marginales, los muertos en
vida que están a la vista de todos y que la clase media ha naturalizado, parece
decirnos Enríquez, como parte del paisaje tenebroso –de la naturaleza– del
conurbano bonaerense.

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