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Llanto verde

Marcelo Cohen


Pedro B. Rey


La hidrografía enseña que los deltas reales nunca dejan de crecer: se desplazan y aumentan centímetro a centímetro, de año en año. El Delta Panorámico imaginado por Marcelo Cohen avanza, en cambio, de libro en libro, en una progresión geométrica mucho más febril que la geográfica. Es ondulante, sinuoso, porque nunca conocemos por completo sus dimensiones. La idea de canonizar esa suerte de archipiélago va contra el espíritu de la época, pero desde ya sumémoslo –aunque más no sea en nuestro catálogo mental– a las guías de lugares imaginarios (Manguel y Guadalupi) o historias de tierras y lugares legendarios (Umberto Eco) que hay en circulación.  

Es casi un acto reflejo en los comentarios reaccionar ante este delta in progress haciendo exclusivamente centro en una descripción general de su funcionamiento como territorio literario ficticio, para antes o después agregar un inciso al paso sobre lo particular de su lengua (que a pesar de su plasticidad nunca cede a las dificultades de las palabras porte-manteau en que se especializó Finnegans Wake). Se habla menos de lo que sucede en el interior de esas narraciones a las que, más pronto que tarde, se señala como fantásticas. Nada que objetar a la clasificación, aunque no se limitan a una sola versión de ese género mutante. Más bien borran fronteras: lo fantástico puede ser extraño, pero también futurista, pero también (en momentos precisos) maravilloso, pero también, si se observa de cerca, realista: un realismo fantástico.    

En suma: ¿qué sucede en esos libros? Algún día habrá que volver a las obras extensas del ciclo, a la masiva Donde yo no estaba (que empieza como una novela íntima, se vuelve kafkiana y libera sus endorfinas en una magnífica road-story de paisajes sucesivos) o a Casa de Ottro (que deja en primer plano una estrategia eventual de Cohen: la transposición de los ecos políticos de este mundo nuestro, coyuntural, a ese paralelo Delta Panorámico).

A la espera de esas relecturas, tenemos mientras tanto los once cuentos de Llanto verde, que no solo prolongan, sino que templan y ajustan en busca de la nota exacta el subconjunto de relatos emprendido en La calle de los cines. La coartada era entonces –y sigue siendo ahora– la de contar películas de las distintas islas que componen el Delta Panorámico. No hay de todas maneras abusos técnicos, ni extractos de guiones, ni semiología cinematográfica desatada. El procedimiento –por suerte– es más bien accidental. Son pocas las aclaraciones que recuerden que lo que se está leyendo sería el reflejo de una película (“La voz que cuenta este film biográfico sugiere...”; “La película sobrevuela estos nexos con imágenes brumosas, simples suposiciones”). Esas aclaraciones concisas, ocasionales, incluso contradictorias permiten ejercer cierta distancia. Son un centro tonal desplazado.

Por lo demás, hay en las historias de Cohen una manera singular de tratar las buenas y las malas pasiones, como si los personajes, a veces tortuosos, casi siempre desconcertados e introspectivos, tuvieran un trato descalibrado con los sentimientos propios y ajenos, una candidez que, llegado el caso, no está exenta de malicia. Los personajes son, en Cohen, contra cualquier argumento, los que ligan todo relato. Era una vertiente presente ya en libros como Insomnio o El fin de lo mismo, pero que el surgimiento del Delta Panorámico no hizo más que ahondar. Fuera de esa red, hay ideas que vuelven una y otra vez, y que en Llanto verde encarnan en un clima de extinción (angustia inevitablemente futurista) y una preocupación por las variantes del arte y sus cultores. El porvenir imaginado por Cohen está a siglos de distancia, pero parece una versión menos frenética que el presente actual, como si la tecnología, más que sufrir un retroceso, tuviera ya un costado arqueológico. Ni utopía ni distopía: el Delta Panorámico se limita a ser.

Yendo a los cuentos. “Cómo Fuimos. Un vaticinio especulativo”, por ejemplo, supuesta película de un tal Tola Morevan, de Isla Vozze, concilia la afectividad entre personajes con la inminencia del final. Podría ir contra la lógica que una pieza tan deliberadamente estática figure al comienzo de la colección (es, para ser estrictos, el segundo relato), pero Cohen siempre se guarda un gesto imprevisible. En esta historia, un trío de amigos que crecieron juntos (una chica, Drea, más Bosco y Godando) se reúnen a esperar, en una última cena, como si fuera cosa de todos los días, la profecía científica de la desaparición del mundo. La sabiduría que ha alcanzado la humanidad “después de haber maltratado tanto al planeta” (he ahí un aparte ecologista) le permite afrontar su final “con aplomo, sin patetismo, respondiendo a la verdadera realidad con una aceptación práctica casi natural”. Los amigos ven una película, “El valle”, hasta que, sin estridencias, llega la palabra FIN. Pero nada termina. Uno de los amigos saca un “libril” y lee de a trechos un largo poema. El cuento no lo dice, pero se trata de “Aubade”, el poema de Philip Larkin sobre ese momento aterrador en que, al despertarnos en la oscuridad previa al alba, intuimos que alguna vez vamos a morir (entre tantos autores que tradujo, Cohen fue también traductor del poeta inglés).

La anécdota –por buena que sea– es sobre todo un vehículo para la trama, que está en realidad compuesta por múltiples detalles microscópicos como ese. La cita de Larkin, que no hay por qué reconocer, no es la única que se trafica en Llanto verde. En “El ermitaño y la mundana. Una historia de humillación, ostracismo y aprendizaje sin fin”, uno de los dos relatos que cortan la prosa en forma de verso, el protagonista responde “que tal vez pueda fracasar más, fracasar mejor” (siguiendo a Beckett) y la chica que llega al lugar escarpado en que se esconde un misántropo fugitivo –que busca oler mal, de manera propia– puede recordar a cierta muchacha punk.

Los temas de Cohen se declinan de título en título (y de subtítulo en subtítulo). En “El libro que atrapaba. Un misterio político inspirado en hecho reales” aparece una obsesionada figura política de la “democracia gentil”. El mediometraje “La ciudad y el corazón” se introduce en la vida de un plomero, aunque de una manera notablemente corporal y sanguínea. En “Salvamento. Un filme sobre un enigma, palabras y silencios”, uno de los cuentos más inquietantes, narra la desaparición de un padre poeta (Arpado) que deja a la familia por miedo a que su hermetismo haya afectado a la hija, deportista precoz, talentosa y dueña de un extraño lenguaje privado.

Los relatos dedicados a las variantes del arte son los más transparentes. “El clavadista” habla del suicida Lékshtar Vánik-Thion, de Isla Bruck, ideólogo de la Inmediatez Preparada, convencido de que “el arte produce paciencia: con esto debería bastar para que maraville, y también duela”, una definición que Cohen podría hacer propia. En “Bacterial. Una película sobre la ambición artística”, un pintor, Luvo Fungue, que vivió en Ubarasu, imagina cuadros que cambian y se modifican, hechos de pigmentos y otras sustancias, entre ellas “bacterias lácticas heterofermentantes”. Son vidas imaginarias, en la senda de Marcel Schwob, de un futuro que en materia artística se parece bastante al de algunos desvelos vanguardistas actuales.

“Llanto verde”, el cuento –con su sinestesia y el movimiento que se opone a la quietud inaugural de “Cómo fuimos”–, cierra el volumen con un grupo de personajes que, desde distintas islas, llegan al claro de un bosque para ser partícipes, sin saberlo, de un fenómeno singular. En el camino, la historia coral regala una vista aérea panorámica de cierta punta del delta, cuando uno de los personajes monta un “colibrino”, artefacto de vuelo individual para primerizos. El final grupal, como homenaje a la idea que agrupa los cuentos, bien podría leerse como una epifanía de película.

En toda esta enumeración falta, sin embargo, algo decisivo: la lengua con que están escritos los libros del Delta Panorámico. “El deltingo” (dialecto imaginario solo nombrado en la contratapa, no en los cuentos) está hecho de pequeñas deformaciones, de modismos orales que se reconocen a fuerza de repetición y a la introducción de especies animales, plantas novedosas y artilugios tecnológicos no tan difíciles de deducir (el pantallátor, el farphonito). Esos juegos nominales, con mucho de nonsense, enmascaran en parte otro aspecto: el colorido de las frases, simples y barrocas al unísono, el cielo que recuerda el aguardiente helada o el aire, de una consistencia que “parece una piel sedosa con zonas de sarpullido”.

Esta prosa, única en sentido literal, puede ofrecer resistencia en un comienzo. Sería interesante saber qué tiene para decir alguien que se encara con un libro de Cohen por primera vez con Llanto verde. La retribución –si una crítica puede ser además una incitación– consiste en dejarse llevar. Al llegar al final del camino, el lector el camino levanta la vista del libro. Mareado por el virus del lenguaje, queda en estado de suspensión. Por un momento se olvida de que el Delta Panorámico está hecho –como los libros ultraautónomos de Lewis Carroll o de Raymond Roussel– de puras palabras, insólitas manchas de tinta que producen sentido, y que no está de este lado de la realidad, por muy futura que sea, siempre in progress.

24 de agosto, 2022

Llanto verde. Sigilo.jpg Llanto verde
Marcelo Cohen
Sigilo, 2022
288 págs.


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